Piel por piel
Jorge Pacheco Zavala
Llegaron haciendo aspavientos, como si nunca hubieran visitado la tierra. Los más adelantados impusieron sus reglas, probadas ya en otros mundos menos civilizados. Nosotros sabíamos de su existencia desde hacía mucho, pero no estábamos preparados para enfrentar el día uno de su segunda visita.
Ya oscurecía cuando la tercera nave aterrizó. Uno tras otro, los extraños aparatos voladores fueron disponiéndose a lo largo del bosque a la entrada de la ciudad. Las grandes luces que emitían eran capaces de alumbrar casi toda la ciudad, solo las montañas a los alrededores quedaron en tinieblas; fue ahí donde la mayor cantidad de pobladores se refugiaron.
Habían transcurrido cinco décadas desde aquella primera visita. Muchos jóvenes no experimentaron aquel primer encuentro, y lo que sabían, lo sabían de oídas, pues era común que a los niños se les contara la historia, de manera que, experimentado o no, estaban enterados del acontecimiento.
Uno a uno fueron descendiendo los seres de rostros indefinidos. Sus largos miembros los hacían parecer pulpos humanos, y al final de sus brazos, donde debieran existir manos y dedos, se movía un miembro retráctil que al abrirse expulsaba diez hilos a modo de dedos. Eran muy delgados y se movían sin coordinación alguna. Desde nuestro escondite, pudimos ver que eran altos y que podían mimetizarse con el entorno sin problema alguno. Eran camaleones de otro planeta. El bullicio que pretendía ser silencioso, se desbordaba en las faldas de las montañas que contenían con dificultad a las miles de personas que buscaban salvar sus vidas. Sin embargo, todo parecía perdido, era como si ellos supieran que los observábamos, como si en su radar no humano, ellos fueran quienes nos observaban sin prisa. Y a pesar de que parecíamos nosotros quienes los rodeábamos, en realidad eran ellos quienes nos tenían bajo control.
Conforme avanzaba la noche, también ellos avanzaron hasta ponerse de frente a las montañas. La distancia entre ellos y nosotros ahora se había acortado. El viento que soplaba a esa hora, tenía un olor a metal o plástico recién calentado. Los nueve seres formaron una línea frente a nosotros. Sabían que estábamos entre los árboles, en la parte baja de las montañas. Una vez dispuestos así, de sus ojos comenzó a salir una luz ámbar que se dirigía a nosotros. Al mismo tiempo, cada uno de ellos emitía una vibración tan suave, que lejos de molestar te hacía relajarte; te producía descanso y paz. Al final de esa noche, todo cambió para siempre…
Hoy, luego de diez años de este evento extraordinario, lo último que recuerdo de aquella noche, en donde las luces y la vibración nos hicieron perder el sentido de la realidad, es a los seres dejando de ser seres para convertirse en nosotros.
En mi mente no se ha podido borrar la imagen de aquellos tres seres que, en un orden preestablecido, se fueron mudando de piel como si de ropaje se tratara. Luego, ya no supe más de mí…
Los pocos que dimos cuenta de este suceso, fuimos segregados por la población que no aceptó nunca lo que vimos. Ahora vivimos un centenar en este lugar sitiado, en donde además descubrimos a los ancianos que eran jóvenes en aquella primera visita.
Pasamos los días trabajando mientras esperamos, quizá en la siguiente visita seamos por fin liberados.