Según expertos, los buñuelos surgieron en países como Turquía, Marruecos y Egipto, hace aproximadamente dos mil años. Ahí se comían bolitas de masa frita bañadas con miel.

Posteriormente, en la Edad Media, durante las cruzadas, las bolitas fueron llevadas a Europa y se transformaron en los buñuelos de viento, que se hacen con moldes de metal en forma de copo de nieve, flor o rosetón. Eran dulces típicos que se disfrutaban en la Cuaresma.

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Durante el periodo colonial, estas frituras fueron traídas a México desde España en el siglo XVI, figurando entre los postres tradicionales más antiguos. De hecho, en el siglo XVIII empezaron a aparecer en los recetarios, en sus dos variantes: los de viento y los artesanales, elaborados con rodillo y con forma de tortilla.

A partir de esa época, se encontrarían fácilmente en las ferias callejeras que se instalaban con motivo de la temporada navideña.

Fuentes especializadas ubican a los conventos mexicanos como los primeros lugares en donde se cocinaron los buñuelos. Incluso existe un famoso recetario escrito por Sor Juana Inés de la Cruz, donde se incluyen tres recetas de estas frituras.

Curiosamente, la poetisa los llamaba puñuelos o pañuelos, pues éstos se amasaban con los puños y al estirarse quedaban como una tela fina, similar a los pañuelos.

Hoy en día los buñuelos se preparan con una mezcla de harina de trigo, huevo, agua, sal, mantequilla y vainilla. La masa se deja reposar, se estira y se le da forma. Después se fríe y se espolvorea con azúcar o se baña con el tradicional jarabe de piloncillo.

A simple vista, parecerían fáciles de preparar, pero para obtener una textura crujiente, deben cuidarse la consistencia de la masa y la temperatura del aceite en la que se fríen.

Finalmente, cabe señalar que estas frituras se consumen a lo largo y ancho de nuestro país: por ejemplo, en Baja California Sur se preparan con piloncillo y guayaba; en Chihuahua se les rellena con queso menonita; y en Jalisco usan cuajada de leche como relleno, dándoles forma de rosca.

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