Desde su llegada al poder, los talibanes excluyeron nuevamente a las mujeres de la vida pública. Sin acceso a muchos puestos en el gobierno, muchas son relegadas al hogar, donde perciben un pequeño salario por permanecer en casa.

También tienen vetado los parques, ferias, gimnasios, baños públicos y deben estar cubiertas en público o acompañadas por un hombre.

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La comunidad internacional insiste en condicionar la ayuda al país sobre el derecho de las mujeres a la educación. Hasta ahora, ningún país reconoce a este gobierno.

PROTESTAN HOMBRES

En una sociedad así, es poco común que los hombres protesten a favor de las mujeres. En diciembre, el profesor Ismail Mashal desató una polémica al romper sus diplomas en directo en la televisión. El gesto pretendía mostrar su rechazo al veto impuesto. Mashal fue liberado el domingo, tras una detención de 32 días.

ESCUELAS SIN MUJERES

Los universitarios varones retomaron sus estudios este lunes tras las largas vacaciones de invierno, pero las alumnas siguen vetadas por el gobierno.

“Tengo el corazón destrozado de ver cómo los hombres van a la universidad y nosotras nos quedamos en casa. Esto es discriminación contra las mujeres porque el islam nos permite tener educación superior. Nadie debería impedirnos aprender”, reclamó Rahela, de 22 años, en la provincia central de Gaur.

Varias autoridades respondieron que la prohibición es temporal, pero no reabrieron las escuelas secundarias para niñas, que tienen más de un año cerradas. Además, presentaron numerosas excusas para el cierre, desde la falta de fondos hasta el tiempo para ajustar el programa educativo acorde con los lineamientos islámicos.

Obligan a volver con sus maridos

En Afganistán, nueve de cada diez mujeres experimentan violencia física, sexual o psicológica de su pareja. El divorcio es más tabú que los abusos, sólo se permiten cuando el marido está clasificado como drogadicto o cuando este dejó el país.

Marwa vive oculta después de la anulación de su divorcio y la forzaron a volver con su exesposo. Durante meses, soportó una nueva ronda de palizas. “Hubo días en que estaba inconsciente y mis hijas me alimentaban. Solía tirarme del pelo tan fuerte que me quedé parcialmente calva. Me pegaba tanto que me rompió todos los dientes”, asegura.

Sana tenía 15 años cuando se casó con su primo diez años mayor. “Me pegaba si nuestro bebé lloraba o si la comida no estaba buena. Solía decir que una mujer no tiene derecho a hablar”, cuenta.

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