“El destripador del Río Consulado”, “El destripador mexicano” y “El Barbazul mexicano” eran otros apodos con los que lo denominaron
“El destripador del Río Consulado”, “El destripador mexicano” y “El Barbazul mexicano” eran otros apodos con los que lo denominaron

Francisco Guerrero Pérez, mejor conocido como El chalequero, es el primer asesino serial mexicano del que se tiene registro de manera mediática, siendo culpable de los asesinatos de al menos 21 mujeres a finales del siglo XIX, entre 1880 y 1888, en las zonas marginadas de la Ciudad de México.

Se cree que su apodo de El Chalequero se refiere a su vestimenta de traje con chaleco de charro; sin embargo, otra teoría sugiere que proviene del término “a chaleco”, que implica obligar a alguien a hacer algo contra su voluntad, en este caso, el obligar a mujeres a tener relaciones sexuales. “El destripador del Río Consulado”, “El destripador mexicano” y “El Barbazul mexicano” eran otros apodos con los que lo denominaron los medios de aquellos años.

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Como otros casos conocidos de asesinos seriales, el asesino creció en un ambiente de violencia por parte de sus padres, pues su papá era un hombre muy autoritario, ausente y violento, tanto con él como con su madre, la cual justificaba estos actos y maltrataba a Francisco cuando éste intentó defenderla en diversas ocasiones.

No se tiene documentación que precise su origen, sin embargo, se conoce que nació en 1840 en la zona del Bajío, de donde emigró a la Ciudad de México en busca de una mejor calidad de vida, lugar en el que se desarrolló en el oficio de zapatero.

Estuvo casado y procreó cuatro hijos con su esposa, también tuvo muchas amantes y diversos hijos con éstas; pues era “guapo, elegante, galán, y pendenciero”, según una fuente anónima que citó Hernán Almaguer en su libro “Sangre y plomo”. Dicha descripción le permitió rodearse de una gran cantidad de mujeres, incluso se cree que pudo haber sido proxeneta.

 

Este violento asesino degolló a sus víctimas despiadadamente, prostitutas en su mayoría, que rondaban los barrios de La Lagunilla, Tepito y Peralvillo, éste última donde residía.

El Chalequero  abandonó los cuerpos de estas mujeres  en las orillas del Río Consulado, que hoy es una concurrida avenida.

Fueron los vecinos de Murcia Gallardo, una de sus víctimas, quienes lo señalaron como el responsable de su muerte, pues se sabía en los burdeles que era violento con las prostitutas. El caso de Gallardo en 1888 hizo la diferencia debido a que hubo varios testigos que declararon haberla visto en compañía de Guerrero.

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Al ser detenido declaró sin reparo alguno éste y otros asesinatos, pues consideraba con nulo valor las vidas, aunado a que varios habitantes dijeron que Guerrero alardeaba abiertamente de las muertes, pero no lo acusaban por miedo a represalias.

El testimonio que lo condenó fue el de Emilia, otra víctima a quien El chalequero abandonó creyéndola muerta, por lo cual le imputaron la pena de muerte.

No obstante, el entonces presidente, Porfirio Díaz, conmutó su pena de muerte por 20 años en la prisión de San Juan de Ulúa, Veracruz, misma que hoy es un museo.

Debido a un error burocrático, fue liberado en 1904 y volvió a la Ciudad de México en donde cuatro años después realizó su último homicidio con una mujer de la tercera edad.

En esta ocasión, un niño pastor que cuidaba a su ganado presenció los hechos. El asesino volvió a prisión, esta vez al penal de Lecumbérri, hoy recinto del Archivo General de la Nación, donde esperaría la fecha para su pena de muerte, sin embargo, en 1910 una tromboembolia cerebral, cuya causa se desconoce, lo llevó al Hospital Juárez donde falleció a los 70 años, antes de que se cumpliera su condena.

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