El trapiche
Jorge Pacheco Zavala
Antonio, es el nombre de mi padre, ha trabajado en su trapiche desde que tiene uso de razón. Hace apenas diez días murió atorado en la prensa de caña. Nunca se había descuidado, pero esta vez, una urraca de gran tamaño se aproximó demasiado y provocó el fatídico accidente. No lo sé de cierto, pero a mis 17 años me pareció extraña la forma en que mi padre, un experto en el uso de la maquinaria del trapiche, murió de un descuido.
Supimos lo de la urraca porque estaba destrozada, y sus plumas y huesos negros estaban por todas partes, mezcladas con la sangre de mi padre.
La tarde del sepelio, antes de que bajaran el féretro al sepulcro, otra urraca se paró sobre la madera café de la caja donde yacía mi padre. No sé si fue la misma. Con sus pequeñas patillas giraba como si observara detenidamente a todos los asistentes. Pero apenas lo bajaron, el ave negra voló como si nunca hubiese estado ahí.
Luego, la vida siguió. Y apenas unos días después del funeral, mi madre me pidió, con todo su pesar, que volviera al trabajo del trapiche, las cuentas debían pagarse.
—Pero hazlo con cuidado, sin distracciones —dijo, previendo algún accidente.
—Lo haré —y salí de casa con la encomienda en la mente.
Toda mi vida estuvo marcada por la imagen de mi padre, a veces sensible, a veces distante; pero siempre preocupado por mi crecimiento. Muerto, mi modelo a seguir ya no estaba. Pero una parte de él se había quedado en su pasión: la caña de azúcar y la elaboración de piloncillo. Ahora me correspondía a mí hacer producir el trapiche.
Mientras me dirigía de la casa al trapiche, pude notar cientos de pájaros volar en círculo, como si algún animal muerto los atrajera. Al llegar, justo a la entrada del trapiche, entre las cañas viejas y las vasijas limpias, una gran urraca me esperaba en el piso. Era como si resguardara el acceso; y así era en realidad. Al querer entrar, no logré que se moviera. Me veía con insistencia, y hasta me pareció que de manera inteligente me seguía con la mirada. Incluso, lo cual ya es demasiado, dio pasitos con sus negras patas para seguirme ya más de cerca, pero siempre impidiéndome el paso.
Cuando me decidí a entrar a como diera lugar, el enorme pájaro abrió sus alas y cubrió de manera espectacular toda la entrada. Estoy diciendo que más de dos metros representaban una especie de muro negro con plumas. Dos metros que, a donde me moviera, se movían, con respuestas ágiles y agresivas. Yo quería entrar, y la gran ave tenía como fin impedirme que lo hiciera.
A la mañana siguiente, ambos estábamos de nuevo frente a frente: la gran ave negra con su determinación conocida, y yo, con una escopeta en la mano dispuesto a usarla.
De nuevo sus ojos perturbadores estaban sobre mi humanidad. Pero ahora la mira de mi escopeta —bueno, la escopeta de papá— estaba sobre la brillante cabeza de la urraca.
Cuando disparé, el sonido se multiplicó varias veces hasta llegar a las faldas del monte Mariana, en donde la vida de muchos se ha extinguido. El pájaro se esparció en pedazos por el aire, el calibre del arma era demasiado para una pobre ave, por grande que pareciera.
Libre el camino, entré de nuevo al trapiche. El aroma a piloncillo volvió a enseñarme el camino entre el pasado y el presente, en donde la figura de mi padre parecía moverse entre las viejas máquinas. Yo disfruté el momento, absorbí por completo el aroma y me guardé, para el resto del día, la atmósfera que siempre invadía aquél húmedo espacio.
Descubrí entonces por qué a mi padre le gustaba tanto estar ahí. Descubrí también ese primer día, en medio de la soledad del lugar, la otra razón por la que el ave me impedía pasar.
Había al fondo un retablo de madera tallado con una ave al centro. Una urraca negra. Debajo de ella, una fecha precisa: 10-diciembre-1988. Era la fecha de la muerte de mi padre. Nunca nadie lo supo. Solo él conocía la fatídica predicción. Las letras y los números parecían haberse escrito hacía tiempo.
Pero el mayor descubrimiento ocurrió después. Debajo de esa fecha precisa, había otra, también precisa: 10-enero-1989.
Quedé pasmado al hacer este descubrimiento, a tal grado que no quise mirar de nuevo para ver la otra fecha que seguía en la lista. Salí del lugar y vacié por completo una garrafa de gasolina en el piso, luego le prendí fuego.
Han pasado apenas diez días, y no logro conciliar el sueño. La fecha cae sobre mi mente cada noche y me atormenta. No sé si espero mi muerte, o espero a que alguna ave negra me devuelva el sueño…