Foto: Cortesía

Voz de Tinta

Jorge Pacheco Zavala

Pareciera que la vida y sus circunstancias van dejando, de tiempo en tiempo, pedazos de nuestra humanidad en un camino antes habitado, ahora desierto.

Pareciera eso y nada más.

Que, siendo quienes somos, vamos perdiendo de a poco lo que fuimos un día no muy lejano; y que casi sin querer, por efecto gravitacional, nos levantamos un día pensando en cosas inciertas de una vida casi ajena que no reconoce la piel que nos cubre, solo entonces, nos recorre un calor extraño y desconocido. Las palabras caen al piso. Es el efecto contrario a ver elevarse nuestros sueños. Las palabras pesan como metales.

Y es que somos tan solo una sombra sin futuro, en un mundo cuyo destino se antoja cada vez más lejano.

Pareciera que nuestros propios fragmentos se tornan incompatibles con los fragmentos del otro, del que nos observa a la distancia… El otro sabe que las espinas, los filos y las rebabas nos impiden, nos limitan. El otro es lija o martillo quizás.

Hasta que, en el mar de la existencia, un fragmento y otro diferente amalgaman con la fuerza suficiente; los sonidos se acompasan, la respiración se vuelve una, y la vida se asoma lentamente a hurtadillas una tarde lluviosa…

Pero el tiempo repite su hazaña y entonces, con el paso de los años, una mirada sigue a la otra a la distancia, una caricia vive de recuerdos, una palabra dicha, produce ecos lejanos, como si de un ciclo eterno se tratase.

Y otra vez, como al principio, nos volvemos seres fragmentarios…

La vida

La existencia

El mar

La piel

El sonido

La ausencia…

Y de nuevo, el silencio hace eterna la espera.

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