Arqueología literaria
Jorge Pacheco Zavala
Escribir compromete el alma. Escribir consistentemente es uno de los actos más profundos y reflexivos que puede tener el hombre en su breve existencia. Escribir representa, de hecho, un tipo de “arqueología” personal con la que estamos muy poco familiarizados, me atrevo a decir que inclusive, le tememos.
Escribir deja en libertad aquella historia guardada por años, lustros o décadas.
Escribir le devuelve las alas a ese pájaro (la historia) que un día quiso volar, y que, sin embargo, a pesar de tener frente a sí la jaula abierta, decidió quedarse adentro, mudo y sin expectativas; claro, en un sentido puramente literario. La literatura es una puerta a la que se entra o se sale según la perspectiva de cada lector y de cada escritor.
El preámbulo al acto de escribir (similar al acto sexual), es el acto de la contemplación. Ese acto de mirar (y sentir) desde nuestro propio interior, lleva implícita la significancia fractal de ese momento de nuestra existencia y su representación, pero al final, terminará siendo una consideración interesante, solo si responde al menos alguna de las preguntas que cualquiera se plantearía.
Y es que una vez que el instante histórico nos ha capturado, se repetirá en nuestra mente y consciencia una y otra vez, casi de manera geométrica. De hecho, la literatura en cualquiera de sus formatos, llegará a convertirse en una de tantas respuestas a la existencia humana: respecto a la bondad o respecto a la maldad; respecto al amor o al desamor; respecto a la vida o la muerte.
En su mundo (de quien escribe), todo lo concebido es real, sin importar si todo lo real es verdadero; premisas ambas, tan disímbolas como permanentes. Así, estos mundos reorganizados para ser narrados, han dejado atrás el caos natural de la vida real para entrar en un orden distinto: el orden narrativo según el canon literario.
En medio de esos mundos fragmentarios perdidos, se encuentra en algún reducto, la historia que no queremos contar. La historia que hemos hundido en lo más profundo de nuestra alma. ¿Por qué? Simple. Nos causa dolor. Escribir también duele, porque escribir revive la afrenta, escribir provoca que la herida vuelva a sangrar y, sin embargo, la única forma de sanar, es limpiar la herida.
Escribir resana, higieniza, depura y restaura; prepara el camino para el proceso restitutivo, el cual es distinto al proceso restaurativo, de ambos hablaré en otra ocasión.
Cuando escribimos realizamos hallazgos que no teníamos contemplados; tales hallazgos representan nuestra fuerza futura. Lo que nos ha ocurrido, por grave que haya sido, representa sin lugar a dudas, nuestro mejor descubrimiento en los ámbitos narrativos.
El dolor y la tristeza, la alegría y la felicidad, son estados pasajeros a los que no deberíamos habituarnos; sin embargo, el acto solitario de escribir, nos expone a todos ellos, pero al mismo tiempo nos prepara, a fin de ser personas más enteras por causa de los procesos reflexivos de la escritura.
Ahora, quiero concluir con una idea concebida por un hombre que, aunque escribía, nunca fue su pretensión primaria ser escritor. Me refiero al padre del psicoanálisis, Sigmund Freud.
Escribir es un acto que construye al sujeto, es decir, el escritor no queda incólume, no queda limpio frente a su obra. Si un texto lleva firma, es imposible para quien lo suscribe lavarse las manos.
La escritura es un acto, es ponerse en escena.

