VOZ DE TINTA  

JORGE PACHECO ZAVALA

Esta mañana he tomado la decisión de no escribir más.

Lo he decidido mientras bebía una taza de café frente a la montaña que tengo delante de mis ojos. Estoy sentado en esta mecedora esperando a que avance el día. Siempre aquí desde hace años, en estado de contemplación. En mi lugar preferido, donde el viento matutino sopla con una suavidad distinta, no con la severidad del viento de la noche; este viento es una caricia, el otro, es un acto violento provocado por la llegada de la noche.

No ha sido fácil abandonar la escritura así nomás como así. Tuve mis luchas conmigo mismo; ¿o debiera decir que luché contra mi alter ego? No lo sé de cierto, pero me burbujea todavía una especie de sentencia que no se rinde, y que hasta en mis huesos palpita a cada instante, es una certeza de mi culpa, irremediablemente estoy de pie ante mi propia tumba.

Luego de escribir por 40 años estoy llegando al lugar de mi destino.

He decidido no escribir más porque me duelen las palabras como le duele al enfermo la piel y los huesos, me duelen las estructuras sintácticas como duele una muela en una noche solitaria, y no solo me duele, me pesa una enormidad lo manoseado que está el oficio, los lugares que ya son comunes cuando alguien advierte que la escritura le entretiene o le divierte. Y es que no me pesa como carga, me pesa como un cansancio que alguien siente por lo cotidiano, por lo rutinario, por esa fuerza que la costumbre ejerce y que sin previo aviso derriba al más valiente. Me incomoda la simpleza de las palabras puestas al servicio de una historia, de la misma forma en que me incomoda la piedra en uno de los zapatos; y esta incomodidad que crece como cualquier otra plaga, se desparrama y me invade en los momentos de soledad en que me escondo para ser yo mismo, sin la necesidad permanente de recurrir al disfraz que nos hace ser quien pretendemos ser sin serlo. 

Me arrepiento del adverbio y del soliloquio, de la sinalefa y del pie quebrado, me arrepiento de la prolepsis y de la instancia narrativa, en donde la primera persona del singular me ha confundido con la segunda respecto a la tercera. De lo único que no me arrepiento es de mi desgracia, puesto que lo escrito por mí nunca fue leído más allá de una o dos personas; sí, esas dos, que como un acto de misericordia dijeron un día: vamos a leerles a otros lo que este loco escribe. Y se fueron volando las palabras como si fueran aves bajo un cielo abierto sin límites. Pero ya no me importa escribir, ya he cambiado lo suficiente…

No escribiré más sobre la retórica ni sobre la hermenéutica literaria, no haré más conjeturas escritas acerca de otro texto, y por supuesto, no escribiré ninguna poesía, ningún cuento, ninguna novela. Para mí las letras están sepultadas bajo una tumba nocturna. Ya no habré de despertar con el característico palpitar en los dedos, luego de una de esas desveladas brutales en que el sonido de la maquina Olivetti me queda zumbando en los oídos.

Ya no habré de levantarme por la mañana con la resaca de la palabra arrinconada en mi cerebro.

Ya no abriré mis ojos inundados de adverbios y adjetivos, ya no sufriré el desatino de las voces que se quedan en el subconsciente como llagas, como sombras personificadas que deambulan durante el día para poseerme.

Ya no. Desde que todo esto ocurre, he decidido dejar de poner letra tras letra, nombre tras nombre y lugar tras lugar. He dejado en libertad a los espacios temporales. Desde que enfrento mi desgracia al escribir, he decidido no hacerlo más…

Desde este día muy temprano… He decidido no volver a escribir por las noches. Me sientan mejor las mañanas para crear esos mundos que sueño cuando llega el ocaso…