La relación entre México y EU no puede narrarse como una historia de aliados incondicionales ni de enemigos irreconciliables. Es, más bien, una cuerda tensa que ha oscilado entre la cooperación estratégica y el desencuentro; pues esta relación ha atravesado al menos cuatro grandes etapas, a menudo superpuestas, contradictorias, y marcadas por giros poco predecibles.
La primera etapa, más que fundacional, fue una etapa de fractura. La guerra de 1847 y la posterior cesión de más de la mitad del territorio nacional constituyeron una humillación histórica para México, cuyas heridas aún suenan en el discurso nacionalista. Para EU, en cambio, fue su rito de iniciación como potencia: una expansión territorial que cristalizó su “destino manifiesto” y definió su relación con América Latina.
La segunda etapa puede entenderse como la de la coexistencia distante. Ya en el siglo XX, con la consolidación de los regímenes en ambos países, se establecieron marcos institucionales que permitieron una relación más estructurada, aunque no necesariamente más cercana. México, amparado en la Revolución y la doctrina Estrada, adoptó una política exterior de no intervención que contrastaba con la intromisión sistemática de Washington en Centroamérica y el Caribe. Un vínculo más dictado por el cálculo que por la cooperación genuina.
La tercera etapa, fue la de la interdependencia. Con la firma del TLCAN, ambos países se vieron obligados a articular un modelo de integración económica basado en reglas compartidas. Fue un matrimonio funcional, sin romanticismo, pero con resultados positivos en términos económicos. Incluso la seguridad se convirtió en un campo de colaboración, bajo un principio que parecía consolidarse como piedra angular de la relación: el de la responsabilidad compartida.
Pero entonces llegó la disrupción. Donald Trump no inventó el nacionalismo ni la polarización, pero los convirtió en política de Estado. Declarar muerto al NAFTA (T-MEC), estigmatizar a los migrantes mexicanos y politizar la agenda bilateral rompió con décadas de diálogo estructurado. México, por su parte, respondió con un repliegue soberanista, reviviendo la tradición defensiva del nacionalismo revolucionario y marcando distancia del modelo anterior.
Y este quiebre, sin duda, se puede ver claramente en la política migratoria de Trump. Particularmente en Los Ángeles, que entre protestas, redadas y deportaciones, se ha vuelto símbolo del endurecimiento represivo, mismo que bajo la consigna de “proteger al pueblo contra la invasión”, busca aumentar las detenciones a 3 mil personas por día, sembrando miedo y caos entre comunidades con décadas de arraigo.
Además, en el contexto de esta cuarta etapa, la revisión del T-MEC no sólo amenaza las cadenas productivas integradas, sino que también pone en entredicho la viabilidad del modelo norteamericano como bloque económico. La retórica de la seguridad económica comienza a desplazar al principio de integración, y el riesgo es evidente: que la política exterior quede supeditada al calendario electoral de Estados Unidos.
- Consultor y profesor universitario
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