En Cancún, corazón del Caribe mexicano donde millones disfrutan del mar color turquesa y servicios turísticos de lujo, Yazmin y Rosalina trabajan duro para que, con suerte, sus familias puedan visitar la playa unas pocas veces al año.
Ambas residen en Villas Otoch Paraíso, una urbanización ubicada a unos 30 kilómetros del Boulevard Kukulkán, la fastuosa zona hotelera que mueve a esta ciudad fundada hace 53 años.
Solo en 2023 llegaron al aeropuerto de Cancún 32,7 millones de visitantes -63% extranjeros, según datos oficiales-, para visitar este balneario y otros vecinos como Playa del Carmen o Tulum.
Difícilmente alguno de ellos se animaría a visitar Villas Otoch, la urbanización fundada en 2007 y con unos 40.000 habitantes. Múltiples notas de prensa en internet refuerzan el estigma que carga como “el barrio más peligroso de Cancún”.
Yazmin Terán recuerda el entusiasmo con que ella y su familia llegaron hace 15 años, procedentes de Oaxaca (sur), ilusionados por un trabajo “mejor pagado” para su esposo en el boyante sector turístico.
“Ves en la tele las playas, los lugares turísticos, la zona hotelera y dices ¡wow!, pero llegas aquí a Cancún y te encuentras que no todo es así. Lo bonito está allá en la zona hotelera”, dice esta maestra de escuela de 41 años.
Otras familias obreras deben organizarse para hacer coincidir sus descansos y, si no tienen automóvil, arreglárselas con la escasa oferta de transporte.
Además, aunque las playas son públicas, en la práctica el acceso está restringido a los huéspedes de los hoteles.
– Un paseo caro –
“Ir a la playa también genera gastos (…) hay que comprar allá o llevar algo para comer”, señala Terán, líder barrial que organiza actividades solidarias para apoyar a niños y ancianos.
En un cálculo rápido, estima que una familia precisa unos 500 pesos (30 dólares) para pasar un día de playa en la zona hotelera.
Un monto alto considerando el ingreso medio de Quintana Roo -estado donde queda Cancún- de 8.000 pesos mensuales (473 dólares), según el portal especializado Talent.com.
En temporada alta, una sola noche en un hotel cinco estrellas del Boulevard Kukulkán puede costar 2.000 dólares.
Los precios bajos de las casas en Villas Otoch fueron un imán para trabajadores del empobrecido sur mexicano -provenientes de estados como Chiapas o Tabasco- y de países como Guatemala o Cuba, que se emplearon en la construcción o servicios ligados al turismo.
Vistos desde el aire, los bloques simétricos que suman 14.000 viviendas, idénticas y de apenas 35 metros cuadrados, proyectan orden.
A ras de suelo, la estrechez de los espacios y el deterioro del mobiliario urbano saltan a la vista, en medio de un calor sofocante.
Problemas como la violencia intrafamiliar, pero sobre todo la presencia de expendedores de drogas, que atienden la demanda de la zona turística, no tardaron en aparecer.
Según autoridades y medios locales, la violencia repuntó desde 2018 por un aumento del flujo ilícito de armas y disputas entre los cárteles Jalisco Nueva Generación y Sinaloa, los más poderosos del país.
– “La última frontera” –
Mientras los padres salen a trabajar, muchos niños se quedan solos en casa o jugando en las calles. Un 40% no asiste a la escuela, comenta Sofía Ochoa, gestora cultural que trabaja en el barrio desde 2022.
Algunos son captados por pandillas de la zona. Experiencias como balaceras o abuso sexual son comunes entre los menores, señala Ochoa.
“Muchísimos [niños] no conocen la playa y la avenida cercana López Portillo, que conecta con el resto de la ciudad, les parece la última frontera”, añade.
Ochoa y vecinas como Yazmin se organizan para rescatar espacios públicos de Villas Otoch, como parques abandonados, a merced de la delincuencia.
Para Rosalina Gómez, de 36 años, quien migró desde Chiapas huyendo de la pobreza y un padre violento, el principal contacto con el esplendor turístico de Cancún es su trabajo como empleada de limpieza del aeropuerto.
“A veces los turistas te dan propina, te regalan ropa, refresco o te agradecen porque está limpio el baño. Eso es lo que más me gusta”, dice.
Madre de Perla del Mar, una niña de 15 años con parálisis cerebral, visitó la playa por última vez hace cuatro años. “No me siento cómoda en ir a divertirme a la playa sabiendo que tengo una hija postrada en una cama”, señala.
Ricardo, su otro hijo de 17 años, se está especializando en alimentos y bebidas, y Rosalía espera que consiga trabajo en el turismo.
“Una vez que él termine sus estudios, yo dejo de trabajar y ya me dedico a ella. Si Dios nos permite”, confía.
Por Jean ARCE © Agence France-Presse