Selvin Allende está agotado. Con su niña de un año en los hombros y su esposa embarazada, acaban de cruzar el río Grande desde la ciudad mexicana de Piedras Negras hasta Eagle Pass, en Texas. Una travesía peligrosa que miles de migrantes emprenden cada año buscando un futuro mejor.
La familia dejó su casa en Honduras por la delincuencia y la falta de trabajo, e hizo un largo viaje en tren y a pie para llegar hasta aquí.
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Los agentes revisan sus pasaportes y los de otras personas recién llegadas y se los llevan detenidos para estudiar sus solicitudes de asilo.
El refuerzo de la seguridad en los últimos meses no ha conseguido frenar la llegada de migrantes sin visados. En mayo, las autoridades detuvieron a más de 239 mil en la frontera con México, un récord, aunque la cifra incluye a quienes intentaron entrar varias veces a Estados Unidos.
– «Lloro de felicidad» –
En la orilla mexicana, unas camionetas vienen y van durante horas para descargar a las personas que acabarán cruzando al otro lado.
Esta tarde hace 37 ºC, y algunos migrantes se refrescan en el agua a la espera de que llegue más gente con la que vadear un río traicionero, que se cobra muchas vidas.
Una familia venezolana -–cinco hombres, dos mujeres y dos niños– decide que ha llegado el momento. Su travesía dura 10 minutos y, a mitad de camino, se agarran los unos a los otros para resistir a las fuertes corrientes.
Cuando llegan al lado estadounidense, gritan de alegría antes de entregarse a la Patrulla Fronteriza.
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El alivio se ve en todas las caras. Alejandro Galindo, otro venezolano que cruza el río cerca de ahí, está emocionado tras 26 días de viaje con dos compañeros.
«Lloro de felicidad. Quiero ayudar a mi familia. En Venezuela no teníamos futuro», dice el joven de 28 años.
Eagle Pass, una ciudad de 22 mil habitantes situada a 230 kilómetros de San Antonio, ha aprendido a convivir con la presencia diaria de los migrantes.
A pocos metros del puente internacional, varios hombres juegan al golf en la hierba amarillenta, sin prestar atención a quienes cruzan el río.
Valeria Wheeler, la directora del refugio Mission Border Hope, asiste cada día a los desafíos de la ola migratoria.
En dos años, sus instalaciones han pasado de acoger a 20 migrantes por semana a hasta 600 al día.
Los recién llegados pasan unas horas ahí, en un amplio almacén con bancos, baños y duchas, a la espera de que algún familiar pague su transporte hacia otra ciudad.
Su perfil económico ha cambiado en los últimos tiempos, explica Wheeler, de 35 años.
Antes, a menudo eran personas que podían comprar un billete de avión hasta cerca de la frontera, pero ahora son más pobres y llegan caminando desde México o Centroamérica.
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«Vienen con heridas físicas y emocionales», dice la directora del refugio, que recibe solamente a las personas liberadas por la Patrulla Fronteriza, aquellas que podrán solicitar el asilo tras sortear el Título 42.
Esa medida impulsada bajo la administración de Donald Trump, que se aplica sobre todo a los mexicanos y los centroamericanos, permite la deportación de los migrantes sin visado aunque pidan asilo, bajo el pretexto de la pandemia de covid-19.
Para quienes tratan de eludir a la Patrulla Fronteriza y la expulsión, la travesía es aún más peligrosa que para los demás.
Los coyotes son un recurso posible, pero el precio a pagar puede alcanzar hasta 10 mil dólares o aún peor, como demostró el hallazgo de 53 personas fallecidas en el remolque de un camión el lunes en San Antonio.
«Estamos aquí para que las personas que llegan al refugio no tengan que vivir lo mismo» que esas víctimas, dice Wheeler. «Para eso trabajamos».
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